domingo, 5 de junio de 2011

"REPUBLICANISMO AGGIORNADO DE UN COMUNISMO DE ELITE ARREPENTIDO"... Já

Desde que Beatriz Sarlo irrumpió en la pantalla de 678 hace ya más de una semana no hay medio que no le haya dedicado algún comentario al debate. Quién ganó, quién perdió, si los panelistas estuvieron a la altura, si Mariotto se corrió de sintonía, fueron sólo algunos de los tópicos que atravesaron los autorreferenciales medios y las redes sociales como pocas veces se ha visto. Dado que no creo poder ser original, quisiera hacer un análisis un poco más amplio que tome el “episodio Sarlo” sólo como un puntapié para algunas reflexiones algo más generales acerca del sentido de los debates y del lugar que ocupa, en la política, la persuasión.


Conceptualmente, la intervención de Sarlo en el programa no dejó demasiado y por ello destacaré sólo dos aspectos: en primer lugar apareció la cuestión de la influencia de los medios. Es verdad que en las universidades de todo el mundo ya se ha dejado de lado hace tiempo el punto de vista que afirmaba que el espectador acaba siendo un receptáculo pasivo de lo que los medios pregonan. Claro está que también resulta verdadero que los circuitos académicos y las nuevas teorías de la recepción tampoco afirman que el espectador posee una racionalidad crítica indemne a cualquier tipo de cooptación y mensaje subliminal. Si bien nunca el mensaje de los medios puede determinar absolutamente una acción, ninguna persona honesta podría dudar de que eso significa que los medios no influyen. En este sentido, es sintomático observar la argumentación y los intereses de los actores en juego. Si tomamos el caso de los discursos de los grandes medios y sus principales plumas, existe una tensión flagrante. Por un lado, cuando se los acusa de monopólicos afirman que la gente no es estúpida con lo cual parecen retrotraerse a la fantasía iluminista del siglo XVIII en el que la utopía de una sociedad civil crítica no hacía prever los fenómenos de masas y su relación con los medios de comunicación tan constitutiva del siglo XX. Sin embargo, por otro lado, se encuentran profundamente incómodos con lo que llaman “un aparato de comunicación paraestatal” montado por el gobierno. Pero entonces, si los medios no influyesen ¿cuál sería el problema de que un gobierno coopte medios de comunicación? Podríamos ver loas a CFK en cada espacio de publicidad, muñecas de Sandra Russo, niños sub 10 fundando “La Camporita”, tapitas de gaseosa con el rostro de Herminio Iglesias afirmando “Sinmigo no, Barone” y hasta empresas de telefonía que incluyan como ringtone obligatorio el “Nunca menos”. Y sin embargo, esta ciudadanía crítica y aguda podría separarse de este aparato de propaganda e incluso podría castigarlo en las urnas. Desde este punto de vista, además, este mismo pueblo ilustrado leería una y otra vez con perplejidad y hasta con indignación aquel editorial de Clarín en el que se indica, en el marco de la discusión en torno de Papel Prensa, que quien controla el papel, controla la palabra escrita. Esta ciudadanía informada, reflexiva y libre de toda influencia, debería preguntarle a Clarín, ¿acaso se cree que somos tontos? ¿Vamos a votar un candidato porque ustedes lo impongan? ¿Vamos a sentir inseguridad o a aumentar los precios porque ustedes lo determinan? 



En segundo lugar apareció una cuestión más delicada banalizada por el slogan que Sarlo le espetara a Orlando Barone. El periodista intentaba poner en aprietos a la invitada preguntándole cómo era escribir en medios que estuvieran comprometidos con delitos de lesa humanidad y en los que, por supuesto, nada se puede decir de tales asuntos. La respuesta “Conmigo no, Barone” fue decepcionante porque personalizó la cuestión transformando la respuesta en el típico caso de “falacia ad hominem”, esto es, aquel recurso que intenta desacreditar un argumento haciendo referencia a características negativas de la persona que lo realiza. Que Barone haya trabajado en La Nación o en Extra no invalida su pregunta. Incluso podría haber trabajado para Goebbels, ser un asesino de niños, y eso tampoco la invalidaría. La evasiva resultó decepcionante porque era un buen momento para discutir esa zona gris que delimita la libertad de prensa, la libertad de empresa y las líneas editoriales de un medio. Con la respuesta de Sarlo ganamos una canción y unas remeras pero perdimos una oportunidad para enriquecernos conceptualmente

Pero estos son los detalles. Vayamos a algo más alejado, más abstracto también. Me refiero a la idea misma de debate. Hay algunos principios bastante naturalizados de los cuales podríamos partir. Por lo pronto la afirmación de que el debate es bueno, esto es, que el intercambio de ideas conlleva un mejoramiento de las posiciones de los interlocutores pues le agregan complejidad. Estoy de acuerdo con ello más allá de que está claro que no siempre más, o distinto, es mejor. Con todo, si volvemos al caso de 678, no son pocos los que indican que el programa gana en calidad e incluso entretiene mucho más cuando suma alguna voz mínimamente discordante, o al menos, una mirada distinta, quizás la de un “sí, pero”. De otro modo, como televidentes, asistimos a un conjunto de voces previsibles dirigidas a los ya convencidos, aunque, claro, nunca tan previsibles y convencidas como las de aquellos periodistas militantes opositores que han dejado hace rato la profesión para transformarse en simples rentistas de espacios y micrófonos disponibles para el usufructo de los candidatos que representen intereses de su agrado.

Ahora bien, se supone que en el debate hay ganadores y perdedores y es aquí donde aparecen algunos deslizamientos que es preciso señalar. La pregunta sería ¿qué prueba que uno de los interlocutores gane el debate? Para decirlo más claramente, suponiendo que es fácil determinar cuándo un contrincante gana un debate de ideas, su triunfo sería prueba de qué cosa. El punto es interesante porque se supone que en un debate el que gana no es el interlocutor sino su idea. Poco importa la capacidad del que debate. Él es sólo un médium para una idea y la verdad de lo que defiende tiene la capacidad de imponerse por sí misma. Así, la verdad no necesita pruebas ni adornos. En boca de cualquiera gana. Con todos estos presupuestos de fondo, el debate en 678 se presentó como un ágora mediático en el que dos grandes cosmovisiones del mundo se exponían y donde el resultado de tal discusión arrojaría cuál de estos dos puntos de vista es superior al otro, e incluso, cuál de estas miradas es más verdadera que la otra.

Se dice, entonces, que ganó Sarlo y que, por lo tanto, perdieron las ideas del gobierno. Además se le da al triunfo un marco épico de una lucha desigual de siete kirchneristas contra una libertaria. Supongamos que Sarlo hubiera ganado el debate: ¿eso demuestra la superioridad de sus ideas, que sus ideas son más verdaderas, o su capacidad retórica para ir superando los escollos que le iban apareciendo? Lo mismo hubiera sucedido a la inversa: si decretásemos que los triunfadores hubieran sido los panelistas, eso no necesariamente hubiera demostrado que las ideas kirchneristas son más verdaderas que las del republicanismo aggiornado de un comunismo de elite arrepentido.
Pues en los debates no está en juego la verdad sino la persuasión y en este sentido, la política es similar al ejercicio de los abogados frente a un juez donde poco importa si el acusado es realmente culpable. Lo que importa es que el juez esté convencido de ello. Esta forma de entender la política es tan vieja como la filosofía y nos remite al conflicto en la polis ateniense entre Sócrates y los sofistas. Estos últimos, que pasaron a la historia como “los malos de la película”, afirmaban que la verdad era relativa y que, por lo tanto, en una discusión, lo único que nos queda es la posibilidad de convencer al otro ya no mostrando una verdad sino estructurando un discurso persuasivo. No hay un ámbito de la verdad donde ella nos esté esperando y nos diga si Sarlo o 678 tienen razón. Son formas discursivas coherentes que pueden gustarnos más o menos. En esta línea, los proyectos políticos no son ni verdaderos ni falsos y son llevados adelante por hombres y mujeres de carne y hueso, no por ángeles. Por ello, que en un debate uno se imponga al otro nada tiene que ver con la verdad o con la superioridad de una idea sino con la capacidad de un interlocutor para encontrar las herramientas discursivas para convencer a un auditorio. La idea “más verdadera” mal defendida, puede transformarse en una “mentira” y la idea “más falsa” puede doblegar la resistencia de los interlocutores, simplemente, si poseemos la capacidad oratoria para expresarla como corresponde. Sobre este punto, estoy persuadido.

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